El activo cielo
contrasta con la adormilada hierba. Todavía se presta a retozar tranquila mientras
las gotas de rocío descansan en su superficie. La humedad se presta a un roce
esquivo, juego de cariños.
Según van
sucediéndose las horas, la mañana se recalienta, se asemeja al chocolate fuera
del frigorífico en verano. Calentándose, buscando templarse. Los insectos
abandonan sus madrigueras atreviendo a desperezar las alas y a corretear
repartiendo sus patitas en el espacio. Las flores son acariciadas por el aire.
El aire, el
hábitat de una sombra que se cierne sobre los campos, misterio denso e hiriente
con la luz que nutre el momento cuyo ser cambia, se diversifica, alarga su
esencia demostrando que nada es inmutable.
Como una sola
entidad, el vuelo sincronizado arranca giros y volteretas. Los cambios de
dirección son constantes. No importa la velocidad del vecino. Son miles de ojos
explosionando compañía con una coreografía exquisita, propia de un desfile
aéreo. En el cielo, la delineación se transforma. Las elipses se convierten en
círculos y los óvalos terminan desdibujándose en esbozos anodinos, pero
perfectos. Miles de alas que no se rozan, vigilantes de la comunidad que se
protege en murmullo alborotado.
A miles, poetas
alados, creadores de un único sol negro.