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Fascinante mirada al vacío. Cientos de metros bajo los pies que descansan sobre la balconada que domina el pueblo, junto al que continúa su curso el río. Tejados, decenas, con vertientes pendientes, abuhardillados, rojos, negros, grises, dibujan esquinas y pequeños aleros esconden figuras de brujas.
El ajardinado palacio del obispado bordea con verdes setos hermosas flores de lis y preside desde lo alto el hemiciclo del pópulo. Trato de imaginar siglos atrás el viaje de los cardenales y demás eclesiásticos al lugar, cónclave de sínodos. A lomos de caballo o en carros durante días de viaje.
La bajada hasta el santuario esconde pequeñas sorpresas que suponen una delicia envuelta en naturaleza y esplendor. Diminutas capillas se intercalan en el descenso casi semiocultas entre la espesa vegetación. En zigzag rampas cubiertas de una capa de suave musgo recorren un vía crucis recreado entre sombras y luz. Grandiosos árboles sobre cuyos troncos amanecen extraños helechos son el muro que se interpone entre las rampas y los rayos del sol.
Entre las ramas, descubro infinidad de cuadros, distintos, perfectos para un pintor resuelto a encontrar en ellos emociones y momentos para deslumbrar al que después mirase el repleto lienzo. Nuevamente los tejados que se acercan arrancan pinceladas de profundidad mientras el hermoso santuario se sitúa escapando de la piedra.
En el acantilado, como escupiéndolo de sus entrañas, la iglesia de Nuestra Señora de Notredame contrasta con el verdor del amusgado tejado naciente de la adecuación a lo que la naturaleza le ofrece. Así, la planta del edificio, extraña, utiliza escaleras para llegar de unas estancias a otras y angostos túneles se encargan de atravesar su estructura presentando un atrevido laberinto de descomunales muros y anodinas vidrieras.
Para visitar algunas estancias, el acceso se realiza desde el exterior de la iglesia cuyo interior es si cabe más peculiar que el exterior. La parte posterior arranca de la pared curvada de estratos y lajas y en una esquina a la izquierda según se entra se halla la capilla de la virgen.
Todo el conjunto arquitectónico del pueblo, palacio y santuario me resultó espectacular mirando desde el lecho del río o desde la balconada pero visitar aquella pequeña imagen me hizo sentir intensamente. Oscuridad, deliciosa negritud asediada por relámpagos azules y blancos de mechadas ceras encendidas y una madre morena con su hijo en brazos. Tranquilidad emocionante y en cierto modo muy visceral que me encandiló y que atrapó, confundiendo y sosegando a la vez, reuniendo en un instante infinidad de sensaciones, de sentimientos que me hizo desear compartir este recuerdo con las personas que quiero. Y por ellas, por todas ellas, alumbré con mis manos una pequeña vela. Una pequeña vela azul.