De las manos de un niño salieron todos los colores, colores limpios, tan transparentes que suenan a delirio. Tan suyos que ni parecen verdaderos.
Pintó el monte de tono parecido al de las ramas de los árboles, verdes los dos. El cielo intenso que se reflejaba en el agua, azul. Las nubes que se paseaban, blanquitas como ovejas y el sol que brillaba, amarillo limón. Los tejados de las casas, rojos y los troncos de los árboles, marrones como el chocolate que se comían las niñas vestidas de rosa. Los pensamientos y alguna que otra flor, morados, y negro lo justo, las largas melenas y los zapatos.
Con el tiempo cambió la manera de observar los colores.
El rojo envuelto en sangre ahogaba la negra rabia en campos de amapolas, donde el verde seguiría siendo el mismo verde, amplio, limpio, de hierba recién cortada, de húmedo musgo saciado entre corolas, rojas como la nariz de los payasos.
Por costumbre, el blanco, nieve de suave caída. Copos floreados, cadencia. Atrae al silencio que se instala cómodo entre el frío. Esquina de un hueco único.
Y siempre el cielo azul, aunque tenga nubes delante, tranquilidad arropada de estrellas aunque haya sol. Esperanza de mañanas con cada abrir de ojos, con cada amanecer.
Limones amarillos, energía desbordada. Abrir de manos, dar a borbotones, abrazos, suspiros de roces entre semejantes. Chispas de sinceridad, de alegría saciada.
Aurora de madrugones. Anaranjado amanecer. Recarga de esencia que nos rodea en cada iniciar el día.
En el marrón el protagonista siguen siendo los troncos de los árboles. Que bien le vienen los abrazos. El chocolate.
A la tristeza le prestó el morado, color unido al pensamiento que hay que tratar de aislar en un rincón. Los tonos de gris, mejor pintarlos poco aunque siempre están presentes. Se reparten la angustia, la desesperación, la mentira, la melancolía…
Y el rosa, para los chicles de fresa.