Se
tumba sobre la mesa.
No
habla.
Los
demás cacareamos mientras comemos.
Ella
parece ausente, infinita.
La
cara incluso dibuja un rictus de adulto.
Su
madre la observa, enfadada
y
con un toque en el brazo la regaña,
a
enderezarse obligándola.
Por
el paseo, se adelantan sus pasos.
Cuando
comprende que se aleja demasiado,
se
detiene a esperarnos.
Al
acercarnos inicia su traqueteo
separándose
de nuevo.
Calificándola
como déspota y tirana
su
madre se duele.
Su
hija rechaza sus abrazos y sus besos
y
torciendo la cara, la arrastra
a
un camino embarrado de espinos.
No
entiende como sus hijas
pueden
ser tan dispares
y como los cariños que a una le prodiga
no
pueden ser dispensados a la otra.
Como
los árboles, que uno junto al otro
no
regalan sus hojas al otoño a cierto tacto.
Engalanan
sus ramas de hojas y yemas
en
compases de distintos lapsos.
A
ellas,
no
puedes podarlas del mismo modo
ni
abonarlas gemelas cuando tú quieras.
Aunque
te duela.