Si pedía, era exigente.
Si llamaba, las respuestas evacuaban adioses.
Si mandaba mensajes,
las palabras de vuelta escupían hirientes acusaciones de egoísmo
y de carencia de saber sobre las relaciones humanas.
Encontré una cabida para no pedir,
para no llamar, para no escribir.
Y viví otros derroteros,
esperando hallar esquinas amables
de las que uno mismo es el dueño.
Aquella relación tan intensa, pasó a ser una tristeza
a la que conseguí darle la importancia que se merecía.
La del presente, sintiendo como tal, el día a día.
Las confidencias se relegaron
a un “nos vemos”, “estamos”, “hablamos”.
En Navidad, un detalle, a la vuelta de un viaje, otro,
sin pedir nada, sólo por dar, el placer.
Y en los cumpleaños un regalo...
que durante años entregué, días después.
Este año, como el no ya lo tenía,
decidí insinuar jornadas antes,
si cabía entregarlo ese mismo día.
Accedieron a mi petición y en armonía de café,
coloqué mi regalo en la mesa y el de otro amigo también.
Se abrieron los regalos plagados de fotos poetas,
sonrisas de dulce chocolate y palabras completas,
hasta que otras palabras se retorcieron extrañas
en curioso remolino de sucintas amalgamas.
¿Qué nos exiges?
¿Qué él no cogiera fiesta el día de su cumpleaños?
¿Qué lo no tomará yo,
por casualidad coinciden,
el del cumpleaños de mi hijo?
¿Qué vaya a trabajar el día del mío?
Aquí se acaba esta poesía.
Que yo conozca,
no vas a trabajar en tu cumpleaños,
cada uno elige lo que hace ese día,
que para algo es su día.
¡Ah!
Y yo no tengo ningún problema
en quedar el día de mi cumpleaños.
Pero fuera del trabajo.