
Amanece para los durmientes. El sol deposita, caliente, esquinados rayos por doquier, ahuyentando la oscuridad nocturna.
Por alguna rendija entre el cemento blanco, recién despierto, se ha colado el bichito. Se pasea correteando sobre las frías baldosas alardeando de su montón de patitas. El niño enciende la luz y deposita el contenido de su vejiga en el baño. Se gira para retornar a la cama, medio dormido, y lo encuentra en su ángulo de visión. Sale corriendo y nos despierta con su trotar por el pasillo.
- ¡Hay un bicho! ¡Un bicho que corre en el baño!
- Bueno, no pasa nada, vete a poner las zapatillas y la bata.
Se pone las que no usa nunca, esas que son calcetines con suela. Mientras tanto, su padre se acerca al baño y escudriña los rincones, pero el bichito ha decidido irse de paseo.
- En el baño no hay ningún bicho.
- Esta semana he visto alguno, seguramente faltará algún trozo de cemento entre la taza y el suelo y se habrá colado por ahí.
De repente el niño, en el pasillo, comienza a gritar. Su cara es una mueca. El bichito, verdaderamente, está recorriéndose toda la casa. Se halla junto a sus pies. Su padre se acerca, lo espachurra contra la madera y lo recoge del suelo. Él, al ver lejano el peligro, se derrumba y comienza a llorar y yo que ni me había movido de la cama me levanto a consolarle. En un momento descarga, la tensión acumulada en cinco minutos.
Pero llega el momento de volver al baño. Es imposible. Se queda en la puerta, mirando el suelo. Le explico por donde ha podido entrar el bichito, que se habrá criado junto a las tuberías. Le obligo a entrar y conmigo al lado, estudia con detenimiento la base de la taza del váter, hasta que encuentra un rincón donde el cemento se ha esfumado.
Esa misma tarde, después de pasar el aspirador por todas las rendijas, sellamos con silicona el perímetro causante de la conflictiva situación. Parece que todo ha vuelto a la normalidad. Los bichitos tendrán que visitar otro domicilio.