
A veces me pregunto cómo no me he dado cuenta antes de algunas cosas. Igual es que no quería. Era como una pescadilla que se muerde la cola o como eso perros que dan vueltas sobre si mismos, tratando de morderse el lomo buscando pulgas.
En la mente entran conceptos e ideas sobre los que no dejas de trabajar, porque hay que solucionarlos, porque no se pueden quedar así. Hasta que un buen día te percatas de que esos problemas, problemas porque los conviertes en ello, no tienen solución. Sencilla y llanamente, no la tienen. Y se te pasa por la cabeza… A ver, si yo retiro este tema y este otro y ese de más allá…
Y de repente parece que no tengo problemas, sólo los que pueden venir del día a día, de unos horarios y de la vida que venga con el camino. Creo que me he llegado a sentir tan mal por motivos que no vienen a cuento, que lo que para otras personas es terrible, para mí ya no lo es tanto.
Pero no dejan de ser terribles porque no me importen, sino porque no tengo por donde agarrarlos. Es como si hubiese una tarta a comer entre varios pero por ganas, antes de que vengan los demás, alguien ha cogido un trozo y se lo ha comido. Entonces trata de situar los trozos que quedan para que no parezca que ha comido algo, pero se nota, no deja de notarse. Entre trozo y trozo queda un hueco apenas imperceptible pero está ahí. Y no puede arreglarse a no ser que vuelva a reunir todos los ingredientes y haga una nueva tarta. Pero es posible que no haya harina suficiente o que falte algún huevo o que el azúcar no sea de la calidad adecuada.
Entonces sólo queda comerse un trozo de la tarta, que a veces será dulce y otras, vendrá acompañada de agria nata.
De esa tarta, de la tarta de la vida.